A dónde vamos a llegar

Poco importa si no hemos elegido el destino.

Da igual hacia donde sople en viento, mientras que vaya soplando vamos bien.

Esto, al final, se convierte en «si tengo dinero en caja es que el negocio va bien». Claro, mientras fluya la «pasta» nos creemos que somos unos craks, el problema vendrá el día en que los agujeros por donde se nos va el dinero sean mayores que la entrada del mismo. Parece mentira, pero son muchas las empresas y comercios que se rigen por el volumen de ventas o entrada de dinero en caja sin observar la rentabilidad.

¿Es importante la rentabilidad? Por supuesto, quién va a decir que no. Y ¿es importante fijar unos objetivos de venta? Clarooooooo, si no los comerciales se duermen. Muy bien y ¿Quién fija los objetivos de venta en función de la rentabilidad de las operaciones? Es decir, ¿Nos interesan todos los clientes? Nos interesan aquellos que no están solo porque somos su proveedor más barato, sino porque somos su proveedor de confianza, el que no falla, el que cumple.

Para conseguir esto no podemos quedarnos solo en la cifra de ventas, es necesaria una dirección por objetivos que implique a todas las divisiones de la empresa.

Para medir necesitamos estandarizar las operaciones (todas). Y para estandarizar las operaciones deberíamos saber para qué las hacemos y si, efectivamente, aportan un valor diferencial frente a la competencia.

¿Soy una empresa/comercio rentable?

¿Soy rentable para mis clientes?

¿Soy rentable para mis proveedores?

¿Soy rentable para mis trabajadores?¿Merece la pena trabajar aquí?

Pues no, no da igual para donde sople el viento.

El Olimpo convertido en out-let

Decía Henry Ford, que si le hubiera preguntado a la gente que querían para desplazarse de un sitio a otro, seguramente le hubieran dicho que una diligencia con más caballos, no un automóvil. Así que, parte del éxito de una empresa es encontrar lo que los clientes necesitan, mostrárselo y entregárselo a cambio de algo, dinero claro.

La diferencia entre el valor de uso de un bien y su valor de cambio la definía extraordinariamente Adam Smith en su obra «La riqueza de las Naciones» y, básicamente, consiste en la cantidad de dinero que estamos dispuestos a pagar para obtener dicho bien aunque su uso sea insignificante (diamante versus agua). Ayer estuve en el out-let de Plaza Mayor en Málaga y te das cuenta de la verdadera diferencia entre el valor de uso de un bien y su valor de cambio: según lo que quiera aparentar o la tribu a la que quiera pertenecer estaré dispuesto a pagar un mayor valor de cambio por tener esta o aquella marca, independientemente de que lo que necesite sea un sencilla camisa blanca.

Desde que los griegos «organizaron» el Olimpo de los dioses hemos estado consumiendo marcas: que si soy de Afrodita, que yo Poseidón, de Artemis, de Ares…

Poco hemos evolucionado en este aspecto. Como observaba Jung, estos arquetipos en forma de mitos, ahora de marcas, nos acompañan desde el inicio de la historia de la humanidad alojados en nuestro inconsciente colectivo.

Y con esta base en nuestro subconsciente el marketing solo tiene que llevarnos a un mundo en que estaremos dispuestos a pagar mucho más por el uso de un bien, porque sentimos que así cambiaremos nuestra vida.

Así nos va.